Individualmente considerada, la mediocridad podrá definirse como una ausencia de características personales que permitan distinguir al individuo en su sociedad. Esta ofrece a todos un mismo fardo de rutinas, prejuicios y domesticidades: Basta reunir cien hombres para que ellos coincidan en lo impersonal.
"Indiferentes" ha llamado Ribbot a los que viven sin que se advierta su existencia.
Cruzan el mundo a hurtadillas, temerosos de que alguien pueda reprocharles esa osadía de existir en vano, como contrabandistas de la vida.
Y lo son. Aunque los hombres carecemos de misión trascendental sobre la tierra, en cuya superficie vivimos tan naturalmente como la rosa y el gusano, nuestra vida no es digna de ser vivida sino cuando la ennoblece algún ideal: los más altos placeres son inherentes a proponerse una perfección y perseguirla. La vida vale por el uso que de ella hacemos, por las obras que realizamos. No ha vivido más el que cuenta más años, sino el que ha sentido mejor un ideal: las canas denuncian la vejez, pero no dicen cuanta juventud la recedió.
La imitación desempeña un papel amplísimo, casi exclusivo, en la formación de la personalidad social; la invención produce, en cambio, las variaciones individuales. Aquella es conservadora y actúa creando hábitos; esta es evolutiva y se desarrolla mediante la imaginación. La diversa adaptación de cada individuo a su medio depende del equilibrio entre lo que imita y lo que inventa.
El predominio de la variación determina la originalidad. Variar es ser alguien, diferenciarse es tener un carácter propio, un penacho, grande o pequeño: emblema, al fin, de que no se vive como simple reflejo de los demás. La función capital del hombre mediocre es la paciencia imitativa; la del hombre superior es la imaginación creadora. El mediocre aspira a confundirse en los que le rodean: el original tiende a diferenciarse de ellos. Mientras el uno se concreta a pensar con la cabeza de la sociedad, el otro aspira a pensar con la propia. En ello estriba la desconfianza que suele rodear a los caracteres originales: nada parece tan peligroso como un hombre que aspira a pensar con su cabeza.
¿La continuidad de la vida social sería posible sin esa compacta masa de hombres puramente imitativos, capaces de conservar los hábitos rutinarios que la sociedad les trasfunde mediante la educación? El mediocre no inventa nada, no crea, no empuja, no rompe, no engendra; pero, en cambio, custodia celosamente la armazón de automatismos, prejuicios y dogmas acumulados durante siglos. Su rencor a los creadores compénsase por su resistencia a los destructores. Los hombres sin ideales desempeñan en la historia humana el mismo papel que la herencia en la evolución biológica: conservan y transmiten las variaciones útiles para la continuidad del grupo social.
Sin los mediocres no habría estabilidad en las sociedades; pero sin los superiores no puede concebirse el progreso pues la civilización sería inexplicable en una raza constituida por hombres sin iniciativa. Evolucionar es variar; solamente se varía mediante la invención.
Son la minoría, éstos; pero son levaduras de mayorías venideras. Las rutinas defendidas hoy por los mediocres son simples glosas colectivas de ideales, concebidas ayer por hombres originales. El grueso del rebaño social va ocupando, a paso de tortuga, las posiciones atrevidamente conquistadas mucho antes por sus centinelas perdidos en la distancia; y estos ya están muy lejos cuando la masa cree asentar el paso a su retaguardia. Lo que ayer fue ideal contra una rutina, será mañana rutina, a su vez, contra otro ideal. Indefinidamente, porque la perfectibilidad es indefinida. (de "El hombre mediocre", José Ingenieros)
"Indiferentes" ha llamado Ribbot a los que viven sin que se advierta su existencia.
Cruzan el mundo a hurtadillas, temerosos de que alguien pueda reprocharles esa osadía de existir en vano, como contrabandistas de la vida.
Y lo son. Aunque los hombres carecemos de misión trascendental sobre la tierra, en cuya superficie vivimos tan naturalmente como la rosa y el gusano, nuestra vida no es digna de ser vivida sino cuando la ennoblece algún ideal: los más altos placeres son inherentes a proponerse una perfección y perseguirla. La vida vale por el uso que de ella hacemos, por las obras que realizamos. No ha vivido más el que cuenta más años, sino el que ha sentido mejor un ideal: las canas denuncian la vejez, pero no dicen cuanta juventud la recedió.
La imitación desempeña un papel amplísimo, casi exclusivo, en la formación de la personalidad social; la invención produce, en cambio, las variaciones individuales. Aquella es conservadora y actúa creando hábitos; esta es evolutiva y se desarrolla mediante la imaginación. La diversa adaptación de cada individuo a su medio depende del equilibrio entre lo que imita y lo que inventa.
El predominio de la variación determina la originalidad. Variar es ser alguien, diferenciarse es tener un carácter propio, un penacho, grande o pequeño: emblema, al fin, de que no se vive como simple reflejo de los demás. La función capital del hombre mediocre es la paciencia imitativa; la del hombre superior es la imaginación creadora. El mediocre aspira a confundirse en los que le rodean: el original tiende a diferenciarse de ellos. Mientras el uno se concreta a pensar con la cabeza de la sociedad, el otro aspira a pensar con la propia. En ello estriba la desconfianza que suele rodear a los caracteres originales: nada parece tan peligroso como un hombre que aspira a pensar con su cabeza.
¿La continuidad de la vida social sería posible sin esa compacta masa de hombres puramente imitativos, capaces de conservar los hábitos rutinarios que la sociedad les trasfunde mediante la educación? El mediocre no inventa nada, no crea, no empuja, no rompe, no engendra; pero, en cambio, custodia celosamente la armazón de automatismos, prejuicios y dogmas acumulados durante siglos. Su rencor a los creadores compénsase por su resistencia a los destructores. Los hombres sin ideales desempeñan en la historia humana el mismo papel que la herencia en la evolución biológica: conservan y transmiten las variaciones útiles para la continuidad del grupo social.
Sin los mediocres no habría estabilidad en las sociedades; pero sin los superiores no puede concebirse el progreso pues la civilización sería inexplicable en una raza constituida por hombres sin iniciativa. Evolucionar es variar; solamente se varía mediante la invención.
Son la minoría, éstos; pero son levaduras de mayorías venideras. Las rutinas defendidas hoy por los mediocres son simples glosas colectivas de ideales, concebidas ayer por hombres originales. El grueso del rebaño social va ocupando, a paso de tortuga, las posiciones atrevidamente conquistadas mucho antes por sus centinelas perdidos en la distancia; y estos ya están muy lejos cuando la masa cree asentar el paso a su retaguardia. Lo que ayer fue ideal contra una rutina, será mañana rutina, a su vez, contra otro ideal. Indefinidamente, porque la perfectibilidad es indefinida. (de "El hombre mediocre", José Ingenieros)
Yo voto por la evolución, pero sin olvidar el instinto primitivo que llevamos dentro, ése que no nos dejaba destruir el planeta.
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