A veces siento que no me hago falta y que se sacuden convulsivamente mis sentidos cada vez que en silencio contemplo el opúsculo que muta amarillo, rosa, rojo y vierte sangre espesa en el ocaso. Son llamas que se consumen por fin: negro al fin.
Me canso de sobrevolar las hogueras ardientes: ya aquellos brazos ígneos, anónimos y pecadores no claman piedad a mi pasar.
Aun estoy peor cuando de tanto ardor comprendo que soy todo estigma. Entonces poso en lo alto y agito mis alas chamuscadas; entonces reposo en lo bajo y descanso en paz.
Busco el fin.
Se detiene el tiempo dudoso de sí y se acobarda el sol que no se anima a salir. Son los letreros que se apagan a su paso, uno tras otro, cual si fueran antorchas sacrificadas en un ritual de sombras. Y son las aguas de las fontanas grises del bulevar que dejan de danzar sumisas, temerosas haciéndose lagos improvisados. También son los jacarandáes en miles de flores siempre dispuestas a un suicidio colectivo convertidas en alfombras de vida, los que ahora contienen el vuelo breve en honor a su presencia. Son deliciosos humos, aromáticos vapores y asfixiantes escapes es decir que son asados, lavaderos y camiones. Y son vómitos contenidos, llantos declamados y meadas impunes es decir que son cenas, amores y olvidos. Si un gorrion presumido que se creyó águila por día en la ciudad pudo lograr esto, por qué yo no salto y le pongo fin?