domingo, 14 de octubre de 2007

Robert Street, el Che y yo. (confesiones al Abad Giuseppe)

No podía comulgar esta mañana sin expiar mis culpas. Me arrodillé ante el confesionario y le dije:
“Padre Giuseppe, usted sabe que soy del 64 y Ernesto a esa altura había hecho en el Caribe algunas revueltas sin consultarme y alguien decidió que sus servicios turísticos cesaran en Bolivia. También por esos años Robert trabajaba para la Archer House, Inc, New York y la distancia no me permitía estar al tanto de sus logros literarios. Para que se diera ese encuentro hubo complicidad de mis viejos: unos delirantes setentistas y arriesgaría que sin saberlo, ausentes o casi.
Al momento en que sucedieron las cosas, uno era un inmigrante italiano de treinta y pico, tornero metalúrgico devenido en fotógrafo social y la otra, una maestra de labores retirada de casi treinta, bendecida como una laboratorista y comerciante de la fotografía. Esto fue a ese momento: después fueron mutando.
El encuentro sucedió Noviembre de 1973, en un comercio llamado Foto Yesik que estaba en la calle Mendoza 5488, barrio Azcuénaga, en la ciudad de Rosario. Cada vez estoy más convencido de que mis viejos conspiraron para que esa cita se diera. Fue un sábado al mediodía, como siempre cerraban el boliche hasta las cuatro o cinco de la tarde. Esa vez me quise quedar solo: había mucho por hurgar, no tenía muchas oportunidades (después comprobé que sí) de experimentar qué cosas se podrían lograr con mezclar los hiposulfitos, ácidos acéticos y cianuros del laboratorio fotográfico.
La segunda vuelta de llave al ingreso del local, un giro fatal de “abierto” a “cerrado” auspiciado por Fuji-Film y el bocinazo espantoso que eructó el 3CV amarillo huevo fue un “chau! no hagas quilombo!!”, me abrieron al mundo inexplorado e inesperado donde me junté con Ernesto y Robert. La cuestión es que los polvos químicos y don Daguerre quedaron para otra oportunidad.
El encuentro con Ernesto fue en el improvisado salón de retrato, que no era más que una piecita con un telón blanco de fondo y un banquito acolchado verde-odiado; un par de trípodes con una Cannon reflex y una Yashica; un paraguas pintado de plateado y tres lámparas de mil vatios con un pie inestable, que dos por tres pateaba y cortaba el hilito de tungsteno.
A un costado del salón descansaban apoyados unos a otros, desordenadamente en tamaños, un montón de retratos enmarcados, horribles, con marcos dorados y terciopelos rojos o verdes (seguramente parientes muertos, bebés tontos, para restaurar); algunos posters en chapadur que en esa época eran furor (Reutemann, Spinetta, Joan Manuel Serrat) y un cuadro (o eso parecía) celosamente envuelto en hojas de diario, recuerdo que eran de una edición de La Tribuna (después el tiempo me confirmó que para lo único que servía era para envoltorio).
Obviamente, cuanto más secreto era el secreto: más curiosidad curiosa; así fue que me llevé el cuadrito al escritorio principal del negocio que era una suerte de mostrador de atención al público y me dispuse a buscar la herramienta de apertura del envoltorio que fuera la menos agresiva, o que dejara menos huellas de una violación casi consentida. Fue así que cajones y cajones, trinchetas, cortapapeles y tijeritas de todas las formas me llevaron a otro envoltorio muy escondidito la fondo del último cajón del lado izquierdo. Oh, la-lá!! Aproveché y puse ambos secrets sobre el escritorio y así se dio.
Uno era un retrato en tinta china negra del Che Guevara que para mi, a mis ocho años me resultó imponente, en esa postura que ahora es una imagen famosa que los pendejos llevan en las remeras y tatuajes, y las pendejas hasta en las tanguitas. Era una época difícil: tercer gobierno de Perón; meses atrás había sido la matanza de Ezeiza; un efímero gobierno del Tío Campora; el asesinato de Rucci; izquierdas y derechas, armadas y desarmadas cruzadas mal. Me impregné esa imagen: volví los pliegos a su lugar, pero dudo que no se hayan enterado mis viejos de ese encuentro. Para mí que me dejaron a conocerlo así.
El otro bultito envuelto en papel de regalo pero al revés. Un libro de Robert Street, llamado "Técnicas Sexuales Modernas", de Editorial Paidos. Por Dios, mamita!! Recuerde -por ventura- que yo transitaba mis nueve añitos, final de cuarto grado. Imagínese que todo era teoría para mí, algunas cosas (poquitas) las sabía, otras las aprendí y otras tantas no las entendía (lógicamente). La cuestión fue que el librillo volvió a su lugar como si nada hubiera pasado: pero sin dejar de frecuentarlo. El tiempo hizo lo demás, como nos pasó a todos. Hoy me debo un retrato del Che, me voy a poner en campaña para conseguirlo, en tinta china negra si es posible. En cuanto al libro del apóstata Robert Street: lo tengo en mi biblioteca y me cago de risa cada que lo hojeo. Cada uno: el Che y Bobby, aportaron lo suyo.”
Y el Abad Giuseppe me respondió como para que todos lo escucharan: -Figlio mio, io ti absolvo!!- y por debajo, despacito me agregó - Yo te consigo el retrato del Che, pero préstame ese libro!!!!!!! – Y calló.

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