Luma había decidido esa tarde desde su perversa ignorancia que mi inmediato lugar en el mundo urgente de las próximas horas fuera la cómoda poltrona a mitad de ubicación dentro de un interminable bus de larga distancia que rezaba en su frente un destino para mi desconocido en distancia y tiempo: Rosolini. Estación terminal: Letargo obvio, pero aveces provocado: no encontré al culpable. El pobre reloj central: Caían vencidas las agujas del tiempo, pero aún mas lento que lo habitual; los minutos se tomaban su tiempo para no morir; los tiempos restantes se negaban saldar a tiempo las cuestiones de impaces. De pronto percibí algunas grietas de perdón que cruzaron mis últimas imágenes de Cirio revolcándose de culpa en el fango de sus propios lamentos. Quizá haya sido demasiado tarde para comprender que solo una parva de falacias no es suficiente para arrancar entrañas de rencores acopiados anarquicamente. Líquido lúpulo, tocino ilegal más bromato y me entregué al transportador inconciente, hijo de un nadie irreverente que supo hacerle sentir la falta total de autoestima cuando refregó su rostro fresco en una montaña de mierda de sabias enseñanzas que no supo comprender. Hora de partir, cuanto menos de dejar de estar ahí. Lo consentí. Quise ser lo que él quería que fuera. Nunca antes lo habría aceptado, pero debo haber tenido motivos en ese momento y así fue. Lado contrario al pasar, entre muro inventado -pero no por mi- y una masa humana tampoco elegida. Habló sin respuesta, labió intensamente sin argumento y balbuceó miserables dichos cargados de sinsentidos. Nunca le fui un captor de sensanciones, super obviar hasta el crepúsculo. La muerte del sol, aplacó mi ansiedad. Continuaba vomitando dichos huecos. Hicimos que la inquietud del trayecto se transformase en lecho. Dormimos pero no de acuerdo. Soñé lo que quise y sin que lo supiera. Posó su extremo en mí. Otra permisión. Así se quemaron secuencias temporales, horales. El destino mío, problamente era el mismo que el suyo. Pero el arribo no inmutó su alma, supuse erradamente. El extremo cercano inmutable y rígido no logró superarse a su lugar de origen. Hasta que en un momento que no puedo recordar cual, se fue todo el vuelo literario de este cuento .... a la mierda !!! La vieja que viajó estaba sentada junto a mí durante horas, en la butaca sobre el pasillo, yacía bien fria, pálida e irreversiblemente muerta y su rigidez cadavérica me impidió por varios minutos salir de mi ubicación al lado de la ventanilla. Todo eso mandó en minutos al carajo cualquier musa inspiradora y descubrí mi nueva manía: la claustrofobia necrofílica.
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